
Werlisa se llamaba la cámara. Era el objeto del deseo cuando uno hacía su primera comunión. Pero en mi caso, mis padres supongo que pensaron que ya que había que gastar dinero en regalos que fuesen cosas prácticas. Así que no hubo suerte y yo me quedé con las ganas. A cambio mi madre me dejaba la agfa de telémetro cuando me apretaban las ganas de retratar el mundo. Cosa que ocurría con cada vez más frecuencia.
No fue hasta cunplir 20 años cuando pude optar a mi primera cámara «de verdad», una Yashica reflex, por descontado, de carrete. Y una vez entras en el mundo de las reflex y te pica a fondo el hobby fotográfico, ya no conoces otro tipo de cámara. ¿Una compacta? Con eso no se pueden hacer fotos de verdad.
Llega la catarsis digital fotográfica y se sigue confirmando el axioma: la fotografía de «calidad» no puede ser hecha con otra cosa que no sean sensores de cierto tamaño y estos están alojados en reflex o similares. Con este punto de partida, la vida transcurre ordenada y nada disturba el karma fotográfico.
Hasta que una empresa que no triunfó en los reproductores musicales portátiles, a pesar de estar llamada a ello, que ocupaba un puesto destacado en el olimpo de las cámaras de video, hasta que las reflex empezaron a grabarlo y que por último nos mostró a todos lo que la palabra «Trinitron» podía hacer en nuestra televisión, hasta que sus vecinos coreanos decidieron aguarle la fiesta, decidió comprar un par de empresas de fotografía previamente fusionadas, Konica – Minolta y empezar a tocar las narices al duopolio lider en el mercado, Nikon y Canon.
Cuando mis amigos de Casanova Foto me ofcieron probar la SONY RX100 no me pude resistir: ¿una compacta digital que cuesta 600 €? Viniendo de Sony tendrá música…
No, no tiene música y lo que realmente me ha enamorado de esta cámara no son las fotos que se pueden conseguir, y se pueden conseguir fotos de primera división, si no lo mucho que te deja disfrutar para conseguirlas. ¿Por que?
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